América Latina llora a su NOBEL: Gabriel García Márquez falleció este 17 de abril a los 87 años de edad en Ciudad de México, en el mes de las letras.
Rendimos un homenaje póstumo a este ilustre personaje latinoamericano extrayendo uno de sus tantos discursos titulado "COMO COMENCÉ A ESCRIBIR".
Del libro: “Yo no vengo a decir un discurso”
Gabriel García Márquez
Primero que todo, perdónenme que hable
sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de
miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida
me tocaría pasarlos en un avión y delante de veinte a treinta personas, no
delante de doscientos amigos como ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en
este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba
pensando que yo comencé a ser escritor
en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza.
Gabriel García Márquez, leyendo su obra "Yo no vengo a decir un discurso" de donde se extrajo este texto. |
Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté
de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con
la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir
sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan
formal como ésta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes
se puede ir en camisa. Resultado:
que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo,
cómo comencé a escribir.
A mí nunca se me había ocurrido que
pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda,
director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota
donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no
se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía
afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino
firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando
la verdad ‐dijo‐ es que no hay jóvenes que escriban.
A mí me salió entonces un sentimiento de
solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento,
no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al
menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé
a El Espectador.
El segundo susto lo obtuve el domingo
siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una
nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque
evidentemente con «ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana» o algo parecido. Esta vez sí que
me enfermé y me dije: « ¡En qué lío me he metido! ¿Y ahora qué hago para no
hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?».
Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a
mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo
escribir.
Y esto me permite decirles una cosa que
compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor
es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La
facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse
con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página.
En cuanto a mi método de trabajo, es
bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder
escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me
ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la
cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tengo terminada (y a veces pasan
muchos años, como en el caso de Cien años de soledad, que pasé
diecinueve años pensándola), cuando la tengo terminada, repito, entonces me
siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es
concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a
la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí
no me interesa mucho; la idea que le da vueltas.
Les voy a contar, por ejemplo, la idea que
me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo
ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba,
no sé cuándo, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar
en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja
que tiene dos hijos, uno de diecisiete y una hija menor de catorce. Está
sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy
preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: «No sé, pero he amanecido con el pensamiento
de que algo muy grave va a suceder en este pueblo».
Ellos se ríen de ella, dicen que ésos son
presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en
el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice:
«Te apuesto un peso a que no la haces». Todos se ríen, él se ríe, tira la
carambola y no la hace. Paga un peso y le pregunta: « ¿Pero qué pasó, si era
una carambola tan sencilla?». Dice: «Es cierto, pero me ha quedado la
preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que
va a suceder en este pueblo».
Todos se ríen de él y el que se ha ganado
el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin,
cualquier parienta. Feliz con su peso dice: «Le gané este peso a Dámaso en la
forma más sencilla, porque es un tonto». « ¿Y por qué es un tonto?». Dice:
«Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la
preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a
suceder en este pueblo». Entonces le dice la mamá: «No te burles de los
presentimientos de los viejos, porque a veces salen». La parienta lo oye y va a
comprar carne. Ella dice al carnicero: «Véndame una libra de carne» y, en el
momento en que está cortando, agrega: «Mejor véndame dos porque andan diciendo
que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado». El carnicero despacha
su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
«Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a
pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas».
Entonces la vieja responde: «Tengo varios
hijos; mire, mejor deme cuatro libras». Se lleva cuatro libras y para no hacer
largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra
vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo
el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las
actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre.
Alguien dice: « ¿Se han dado cuenta del calor que está haciendo?». «Pero si en
este pueblo siempre ha hecho calor.» Tanto calor que es un pueblo donde todos
los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la
sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. «Sin embargo ‐dice uno‐,
nunca a esta hora ha hecho tanto calor.» «Sí, pero no tanto calor como ahora.»
El pueblo desierto, a la plaza desierta,
baja de pronto un pajarito y se corre la voz: «Hay un pajarito en la plaza». Y
viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. «Pero, señores, siempre ha
habido pajaritos que bajan.» «Sí, pero nunca a esta hora.» Llega un momento de
tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por
irse y no tienen el valor de hacerlo. «Yo sí soy muy macho ‐grita uno‐, yo me
voy.» Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y
atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el
momento en que dicen: «Si éste se atreve a irse, pues nosotros también nos
vamos», y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas,
los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: «Que no
venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa» y entonces
incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y
verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que
tuvo el presagio clamando: «Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me
dijeron que estaba loca».